La traición es la línea argumental que atraviesa con insistencia la opera prima Amores perros, del realizador Alejandro González Iñárritu filmada en este año y ganadora de un premio en la semana de la crítica cinematográfica en el recién pasado Festival de Cannes.
En la excelente película, la trama de deslealtad se expresa como elemento constitutivo común de la violencia con que se vive al interior de las distintas clases que componen la sociedad mexicana de hoy en día.
Así, un indigente que oculta en la “pepena” de basura su actividad de sicario no sólo traiciona al burgués que contrató sus servicios, para asesinar a su hermano, sino que traiciona su propia ideología supuestamente revolucionaria al transformarse –tras 20 años de cárcel de por medio- de guerrillero en gatillero al servicio de quien pague sus viles servicios. Al parecer el indigente vive con la idea de recuperar el cariño de su veinteañera hija que lo cree muerto.
Hacia el final del filme este criminal deja a su hija una enorme cantidad de dinero -producto de los asesinatos y del robo-, junto con un mensaje grabado en la “contestadora” de teléfono pidiéndole perdón a la joven; todo ello sin que padre e hija jamás se encuentren.
La única lealtad del indigente es hacia sus perros, los que mueren destrozados por la fiereza de un nuevo miembro que recientemente había arribado al clan perruno: animal entrenado para matar a sus congéneres toda vez que ha sido entrenado como perro de pelea, todo un campeón al cual, en otro acto de traición, uno de los apostadores le dispara un balazo ante la inminencia de que ese animal, al ganar nuevamente la bestial pelea, le haría perder dinero –y desde luego orgullo machista- por enésima ocasión.
Después un impresionante choque automovilístico (cuya magistral realización bien podría envidiar el mismísimo Martín Scorsese), utilizado por el director para enlazar los eslabones de la cinta, el perro, que viajaba en uno de los autos involucrados, es socorrido por el indigente -quien colecciona estos animales- sólo para que, una vez ya repuesto, el can le pague el favor matando al resto de sus perros.
En el estrato de clase baja, digamos que ligeramente por encima de la indigencia, se encuentran los personajes más sórdidos de la película: dos hermanos que habitan el hogar materno, ámbito empobrecido en todos sentidos, en donde prevalece una atmósfera de zozobra y desesperanza por la constante pérdida de valores ante la impotencia, y tal vez el desinterés, de una madre sin ninguna autoridad y resignada con estoicismo a la pobreza.
Uno de los hermanos mantiene a la esposa (y a su hijo) viviendo ahí, en el corazón de la asechanza y acoso sexual del hermano menor, quien por fin logra el amasiato de su cuñada al convertirse en “próspero empresario” teniendo por único capital al feroz perro ya citado, al cual explota en sangrientas y mortales peleas y cuyas apuestas le reditúan las pingues ganancias que ni remotamente pueden compararse con el exiguo salario de cajero en tienda comercial de su hermano y rival en amores, ni aun sumando los ingresos extraordinarios que obtiene el marido cornudo como eventual asaltante de farmacias.
El dinero que el hermano gana con la explotación de su perro va a parar a una maleta que resguarda la cuñada-amante y que supuestamente serviría para la constitución, en una lejana ciudad fronteriza –Juárez, Chihuahua-, de la proyectada nueva pareja. Para la mujer en disputa la traición no sería sino una suerte de revancha, toda vez que el marido, ahí entre las cajas de refrescos de la tienda comercial, tiene comercio sexual con una de las cajeras.
Finalmente la cuñada no cumple su palabra ante el amante y deja sufriendo a su enamorado al huir llevándose todo el dinero en compañía de hijo y esposo. Varios son los actos de deslealtad en este núcleo familiar depauperado de principios y valores no sólo materiales.
A mitad de la cinta surge otra historia que tras el choque de autos referido se integra al resto. Se trata de la relación tortuosa que mantiene una afamada y bella modelo con un publicista que ha dejado a esposa e hijos por la nueva aventura, misma que resulta fallida en una metáfora donde las ratas habitan bajo el piso mismo en que caminan los que fueran pasos equivocados de sus moradores.
Poco a poco los roedores van horadando los cimientos del malogrado hogar teniendo de rehén al perrito aburguesado –y no libre de carga simbólica- de la joven mujer.
En el colmo del sadismo narrativo del guión cinematográfico, la modelo que apuesta toda la gloria a la hermosura de sus bien formadas piernas, pierde una de ellas como repercusión fatal del terrible accidente automovilístico.
Sin pierna, sin contratos, sin el anuncio espectacular que frente a su departamento lucía los encantos de la modelo en los días de buen éxito, muy rápidamente la miel se va de la luna y la nueva pareja se enfrenta a sus miserias y desencuentros cuando la violencia media en una relación interpersonal cada vez más deteriorada.
En fin, que Amores Perros es un drama intenso de estrujante realismo donde el dolor deambula en múltiples y conmovedoras fórmulas, a través de las destacadas y notables actuaciones de Emilio Echeverría, Gael García y Alvaro Guerrero en la caracterización perfecta de sus paradójicamente deshumanizados personajes.
La cinta, orgullosamente mexicana, dignifica y con mucho la producción cinematográfica nacional de nuestros tiempos y constituye, en la inmediatez, una espléndida opción ante la habitual chatarra holiwoodense.
En la excelente película, la trama de deslealtad se expresa como elemento constitutivo común de la violencia con que se vive al interior de las distintas clases que componen la sociedad mexicana de hoy en día.
Así, un indigente que oculta en la “pepena” de basura su actividad de sicario no sólo traiciona al burgués que contrató sus servicios, para asesinar a su hermano, sino que traiciona su propia ideología supuestamente revolucionaria al transformarse –tras 20 años de cárcel de por medio- de guerrillero en gatillero al servicio de quien pague sus viles servicios. Al parecer el indigente vive con la idea de recuperar el cariño de su veinteañera hija que lo cree muerto.
Hacia el final del filme este criminal deja a su hija una enorme cantidad de dinero -producto de los asesinatos y del robo-, junto con un mensaje grabado en la “contestadora” de teléfono pidiéndole perdón a la joven; todo ello sin que padre e hija jamás se encuentren.
La única lealtad del indigente es hacia sus perros, los que mueren destrozados por la fiereza de un nuevo miembro que recientemente había arribado al clan perruno: animal entrenado para matar a sus congéneres toda vez que ha sido entrenado como perro de pelea, todo un campeón al cual, en otro acto de traición, uno de los apostadores le dispara un balazo ante la inminencia de que ese animal, al ganar nuevamente la bestial pelea, le haría perder dinero –y desde luego orgullo machista- por enésima ocasión.
Después un impresionante choque automovilístico (cuya magistral realización bien podría envidiar el mismísimo Martín Scorsese), utilizado por el director para enlazar los eslabones de la cinta, el perro, que viajaba en uno de los autos involucrados, es socorrido por el indigente -quien colecciona estos animales- sólo para que, una vez ya repuesto, el can le pague el favor matando al resto de sus perros.
En el estrato de clase baja, digamos que ligeramente por encima de la indigencia, se encuentran los personajes más sórdidos de la película: dos hermanos que habitan el hogar materno, ámbito empobrecido en todos sentidos, en donde prevalece una atmósfera de zozobra y desesperanza por la constante pérdida de valores ante la impotencia, y tal vez el desinterés, de una madre sin ninguna autoridad y resignada con estoicismo a la pobreza.
Uno de los hermanos mantiene a la esposa (y a su hijo) viviendo ahí, en el corazón de la asechanza y acoso sexual del hermano menor, quien por fin logra el amasiato de su cuñada al convertirse en “próspero empresario” teniendo por único capital al feroz perro ya citado, al cual explota en sangrientas y mortales peleas y cuyas apuestas le reditúan las pingues ganancias que ni remotamente pueden compararse con el exiguo salario de cajero en tienda comercial de su hermano y rival en amores, ni aun sumando los ingresos extraordinarios que obtiene el marido cornudo como eventual asaltante de farmacias.
El dinero que el hermano gana con la explotación de su perro va a parar a una maleta que resguarda la cuñada-amante y que supuestamente serviría para la constitución, en una lejana ciudad fronteriza –Juárez, Chihuahua-, de la proyectada nueva pareja. Para la mujer en disputa la traición no sería sino una suerte de revancha, toda vez que el marido, ahí entre las cajas de refrescos de la tienda comercial, tiene comercio sexual con una de las cajeras.
Finalmente la cuñada no cumple su palabra ante el amante y deja sufriendo a su enamorado al huir llevándose todo el dinero en compañía de hijo y esposo. Varios son los actos de deslealtad en este núcleo familiar depauperado de principios y valores no sólo materiales.
A mitad de la cinta surge otra historia que tras el choque de autos referido se integra al resto. Se trata de la relación tortuosa que mantiene una afamada y bella modelo con un publicista que ha dejado a esposa e hijos por la nueva aventura, misma que resulta fallida en una metáfora donde las ratas habitan bajo el piso mismo en que caminan los que fueran pasos equivocados de sus moradores.
Poco a poco los roedores van horadando los cimientos del malogrado hogar teniendo de rehén al perrito aburguesado –y no libre de carga simbólica- de la joven mujer.
En el colmo del sadismo narrativo del guión cinematográfico, la modelo que apuesta toda la gloria a la hermosura de sus bien formadas piernas, pierde una de ellas como repercusión fatal del terrible accidente automovilístico.
Sin pierna, sin contratos, sin el anuncio espectacular que frente a su departamento lucía los encantos de la modelo en los días de buen éxito, muy rápidamente la miel se va de la luna y la nueva pareja se enfrenta a sus miserias y desencuentros cuando la violencia media en una relación interpersonal cada vez más deteriorada.
En fin, que Amores Perros es un drama intenso de estrujante realismo donde el dolor deambula en múltiples y conmovedoras fórmulas, a través de las destacadas y notables actuaciones de Emilio Echeverría, Gael García y Alvaro Guerrero en la caracterización perfecta de sus paradójicamente deshumanizados personajes.
La cinta, orgullosamente mexicana, dignifica y con mucho la producción cinematográfica nacional de nuestros tiempos y constituye, en la inmediatez, una espléndida opción ante la habitual chatarra holiwoodense.
*José Antonio Durand Alcántara. FES ZARAGOZA, UNAM, colaborador.
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